Un espejo. Un reflejo.
Posas tu mano en el frío cristal mientras la diferencia de temperatura dibuja un perfil irregular al rededor de ella. Desnudo. Observas las líneas de tu cuerpo. Vociferan tus defectos, susurran tus virtudes, no hay lugar para la modestia, no hay lugar para la soberbia. Es tu simple desnudez.
Te descubres ante ti como la simple cubierta dañada por sus vivencias que ha asumido de forma tácita que no es más que eso, la última capa de alguien que bajo ella se ha formado como jamás hubiera pensado formarse. Piensas que en algún momento de tu vida te equivocaste y tomaste el camino incorrecto. Piensas que estuvo en tu mano la posibilidad de hacerte a ti mismo. Piensas.
Los pies fríos sobre la baldosa. El agua del lavabo sigue corriendo y puedes oír como en su huida por las cañerías compone melodías que golpean de forma rítmica. El sonido rebota por todos lados. Miras tu torso, vulnerable, pues siempre ha sido hogar y cobijo de tus más preciados sentimientos. Aprietas tu hombro dolorido.
El reverso de tu mano, maltratado. La sangre seca que oculta la curación de la supurante herida que has infligido, violando la esencia de la belleza. La belleza del rostro. La belleza del gesto. La belleza que sin pertenecerte, has destrozado. Piensas que tiene arreglo. Piensas que bajo la capa de sangre seca, también se estará gestando la milagrosa curación. Piensas que no has podido destrozar el semblante que soportaba los ojos que te han mirado, la boca que te ha nombrado, y de nuevo el gesto, el gesto que te ha descrito.
La luz del baño parpadea y puedes sentir y oír una secuencia de oscuridad y luz acompañada de un carraspeo eléctrico. Tu imagen también carraspea. Cierras los ojos. Apagas el grifo. Otra vez la música de las cañerías. Bajas la cabeza.
Una gota de sangre cae en la porcelana. Seguido una lagrima. Levantas la cabeza. Abres los ojos. Ahí esta tu rostro herido. El resultado de la lucha que acabas de librar. Sientes la necesidad de lavar los restos de la violenta experiencia. Limpiar tu alma pues tu cuerpo está marchito y la culpabilidad golpea a tu puerta como parte de tu castigo.
Vuelves a pensar.
Vuelves a tu ser.
Vuelves a respirar.
Ahora te encuentras en el salón de estar. Detrás del sofá su mano, inmóvil. Te acercas lentamente temeroso por el silencio. Un silencio que acompaña a la inquietud de la ignorancia, que de pronto odias. Odias no saber que ha ocurrido, o más bien, odias no saber que has provocado. Porque de nuevo te acuerdas de lo que has hecho. Y lo observas. Y se parece a ti. Pero has destruido su gesto, Y la sangre que emana su boca es el reflejo de que le abandona su existencia, es el reflejo del final de una vida que creaste y por tanto, estás en disposición de destruir. Pero te das cuenta de la enfermedad de tu pensamiento, que la auto-complacencia ha inundado tu razón y que digas lo que digas y hagas lo que hagas, te has convertido en un asesino. Un asesino que antes de matar a nadie, ya se había matado a si mismo.
Sonríe. ¿No puedes? Quizá la venganza no te sirva de consuelo.
San Francisco
– ¡Hadrien! – Las voces suenan a lo lejos. Por un instante te sientes importante. Escondido en el rellano de la puerta de un sótano, sonríes, te emocionas, lo has conseguido, eres el último superviviente del juego. Nadie se ha librado de la exhaustiva búsqueda. En tu mano está el librarte, por ti y no solo eso, también por todos tus compañeros. Es tu oportunidad, sabes que la gente espera tu aparición, tu sprint final. Aprovecharas un descuido y alcanzaras la pared, un segundo antes que tu cazador, no serás una presa, serás un símbolo de liberación. Las caras de tus compañeros reflejarán tu gesta con agradecidas miradas, incontenibles gritos de alegría y desmesurados abrazos complacientes. Todavía estas oculto. Rememoras el instante de la cuenta atrás cuando decidiste esconderte. Te sabías listo, y ahora vuelves a esbozar una sonrisa.
Apoyado en la puerta del sótano. Las bisagras chirrían anunciando la apertura de la puerta tras de ti. Algo te absorbe, atrapa, seduce. Caes de espaldas sobre una mullida superficie, te sientes parte de algo, algo que abraza tu espiritualidad y la hace suya, llevándote consigo.
Tres, dos, uno.
Despiertas, renaces, resurges, ligeramente aturdido, sorprendentemente cansado, re inyectas energía a tu aparato locomotor, vuelves a la conciencia. La cabeza te duele sobremanera, portas algo que no puedes ver. Incapaz de verte la mano. La oscuridad evita que asocies cualquier forma o sombra a un concepto conocido, con exagerada lentitud avanzas hacia lo que parece el contorno de una puerta, unos cinco metros más lejos, la luz tenue y lunar de lo que parece la calle. El como y por que has llegado hasta ahí, es algo de lo que te ocuparas mas tarde. Después de lo que parece un lustro, tu mano se topa con la fría e irregular madera de lo que adivinas a identificar como una puerta. Un ligero empujón. La noche ante ti, descubres que la claustrofobia se despide con un gélido abrazo. De la oscuridad a la luz. Algo ha cambiado.
Ahora puedes observar lo que portas en tu mano. Absolutamente nada. Se te ha debido de caer por el camino. Lo has debido perder. Tu mano ha dejado de ser suave e infantil. Cuando la pasas por tu cara te das cuenta del bello que te ha crecido, de las nuevas formas de tu cara. El suelo esta mas lejos que de costumbre. Ganar un juego del escondite ni siquiera esta en la lista de las prioridades. Ahora te preocupa más tu existencia, te preocupas mas por el que vendrá. Ya no eres un niño y todo lo que has dejado atrás, forma parte de tu nuevo tiempo, tu territorio.
Ahora corre, seduce tu tiempo. Antes de que la responsabilidad se convierta en premisa. Conquista la noche que de pronto se ha convertido en tu hábitat. Eres adolescente.
– Solo eso. – Estaba satisfecho.
– Bien muchacho. ¿De verdad concibes tu pubertad como una oscuridad claustrofóbica? Simplemente y de un plumazo te has saltado la asimilación de valores que hubieran constatado la gestación de tu personalidad responsable. Encima intentas demostrar que alcanzar la mayoría de edad supuso una liberación, y estableces la noche como un hábitat en el que puedes conquistar un territorio que de forma espontánea se te ha concedido – El Dr. Arnold Eiche era un hombre que después de seis décadas en este mundo, no estaba dispuesto a conceder a un mocoso sin prisa de asimilar su puesto productivo en la sociedad la posibilidad de escapar, frenando así, su obligatoriedad de adquirir una ocupación. Y para ello tenía una especial habilidad. Un plan maestro.
– Esto es frustrante.
– Puede Hadrien, puede, pero debes entender que la razón por la que estás aquí es porque no quieres pertenecer al conjunto. Miento, quieres pertenecer al conjunto B cuando tu sitio, permíteme que te recuerde esta en el conjunto A.
– Conjunto A, conjunto B todo esto me suena a rebaño. A rebaño de masa.
– No sabes lo que dices.
– Si que lo se…Doctor. Se perfectamente…
– Tú no sabes nada. Sino no estarías aquí- El tono del doctor se había vuelto cuanto menos amenazante. Pero yo, no estaba dispuesto a permitir más abusos.
– ¿Y usted? Qué es lo que sabe usted, o seamos sinceros, que cree que debo saber para saberme necesariamente…¿conjuntado?¿conjuntable? ¿esa es la palabra?¿Doctor? o simplemente es mas sencillo si me atengo a las normas abrahamicas que de forma categórica intentan sobreponer en mi vida, desde que tengo uso de razón. Maldita sea, ni siquiera me habéis dado pie a elegir mi propio ethos – ¿Ethos? Que narices significaba ethos, por alguna incomprensible razón, en mi cabeza, había conceptos que no me pertenecían. Estaba nervioso, nervioso de verdad. La boca seca, mientras intentaba defender mi razonamiento, que aparentemente, no era el correcto. Pero, cuanto costaba dejar que me equivocara, dar una oportunidad al libre albedrío de forjar las directrices de mi paso por un mundo donde las normas, dominaban por encima de la convivencia.
– ¡Cállate! – El Doctor se había levantado. – Ven.
– ¿Ven? A donde me lleva.
– Creo que has dicho demasiado, ahora es momento de callarte. Mataste a ese niño. Asume las consecuencias.
– Yo no maté a nadie.
– Te mataste a ti mismo. – Aquellas palabras sonaron como si se me congelara el alma bebiendo frialdad de fríos pechos de estaño. Convencido de la posibilidad del olvido, dos focos emanaron suficiente luz como para iluminar el más profundo y oscuro de los avernos, aquellos inocentes ojos iluminaron mi néctar, justo antes de apagarse.
– Yo, creo que no lo hice, creo, … , creo que simplemente son recuerdos fugaces de la mas cruel de las pesadillas.
Y efectivamente, amigos, imaginen que despiertan de un mal sueño, de un sueño del que normalmente al despertar eres capaz de liberarte. Un sueño que durante un tiempo ha reinado tu dormida consciencia, pero que en realidad no es más que tu cerebro generando estados oníricos. Pero imagina que despiertas y todo se ha vuelto real.
– Quiero mostrarte algo.
Salimos del la sala de interrogatorios. El agente que custodiaba la estancia, se aparto de forma robótica dejando paso al Doctor que con paso firme había tomado el camino hacia alguna parte.
El modulo Epsilon 45 de la prisión, construido en puro cemento solo se distinguía del modulo de celdas por su franja color azul de la pared. Todas las estancias, grises como una nube polutiva se diferenciaban de su función por los colores de las largas franjas. Pasillos interminables con puertas que encerraban sucesos que como mínimo harían removerse de placer en su tumba al más siniestro de los torturadores. La prisión estatal de San Quentin, había sido reformada, incluyendo los últimos avances en psicología cognitiva, la cual iba a procurar herramientas para la reinserción más acelerada de los presos a la sociedad. Pabellones vacíos en concepto pero llenos de conejillos de indias, víctimas de un proyecto.
Inquieto por lo que podía querer enseñarme el Doctor, avanzaba cabizbajo. Descalzo sobre el frío suelo, los grilletes, solo me permitían andar con cortos pasos.
Y entonces arrastré la culpa, anduve durante tanto tiempo que todo desapareció. Todo menos una delgada línea sobre la que de forma increíble podía sostenerme, perfectamente equilibrado, como un funambulista encima de un finísimo hilo, sobre la inmensidad de lo que parecía un mar conspicuo, dilatado y hermoso. Sobre mis manos, un larguero que sobresalía a los dos lados de mi cuerpo cayendo de forma semiflacida, ordenado y amparado por las reglas newtonianas. Un cielo de hermosos colores, donde las nubes de algodón de azúcar y las estrellas de mar decoraban la cóncava estancia de un mundo perfectamente redondo, un mundo donde los dos horizontes se recogían en uno, invalidando las normas de la física y la astrometría. Despegando desde las aguas, decenas de delfines tomaban rumbo al cielo su primera clase de vuelo, y una isla flotante volaba, volaba tan ligera que dejaba sobre el viento una estela de color…del color de las cosas más ligeras que el propio viento. Asumiendo también su condición de artistas de circo, algunos elefantes pedaleaban el aire, planeando sobre sus orejas. Una extraña sensación envuelta en un hatillo de tela que me hacia sentir, como cuando miras la lluvia por la ventana una tarde de Domingo, en la seguridad de tu hogar y mientras fuera hace frío. Un globo, un hermoso globo aerostático pasaba por al lado del hilo que me sostenía, rozando sin apenas tocar mi delicado equilibrio. Su color verde y blanco a franjas recordaba el color de la hierba húmeda calentada por el sol. Era un globo gigante. Y en la cesta del globo, abrazada a uno de los soportes, con su pelo suelto meciéndose al son de la melodía de las ballenas del imaginario mar, estaba Sophie. Al verme, cambio su preocupado semblante por una cómplice sonrisa, una sonrisa que de forma insólita dejaba inverosímil el resto de la fantasía. Porque aquella sonrisa era fantasía en sí misma.
– ¿Lo ves Hadrien, lo ves? ¡Puedo volar!. – Sophie había saltado y se desplazaba resbalando por un arco-iris que se creaba a su paso, para al final, cómodamente, caer suavemente sobre una de las nubes de algodón.
Perdí el equilibrio.
– Levántate. – El Dr.Eiche me observaba desde lo alto mientras limpiaba con una pequeña tela sus redondas gafas, me encontraba en el suelo y me costo lo mio levantarme.
– ¿Donde está Sophie?
-¿Sophie? Vamos Hadrien, ni siquiera diferencias tu propia verdad. Sophie no ha estado jamás. La simplicidad con que añades historias a tu mente es tal, que me sorprende que no te hayas vuelto del todo loco.
– ¡ Cállate!
– ¿Callarme yo? Acaso sabes lo que… de todos modos, no importa, te lo diré mas tarde. Tranquilizate, y acompáñame pues estas apunto de vislumbrar algo que seguramente ignoras completamente.
Al final del pasillo, al que nos acercábamos lenta y torpemente había una puerta azul. En la puerta, una inscripción, que dictaba: «Sala de pruebas LX12321-SF» . Unos de los carceleros que venia tras de mí, sacó unas llaves del cinturón a un simple gesto del Doctor. Inserto la llave en la cerradura y la giro, la habitación que escondía la misteriosa puerta, el vacío, respiró al instante.
– Vamos Hadrien, hecha un vistazo.
Me acerqué temeroso y mientras con una mano sostenía el borde de la fría puerta metálica, con la otra acariciaba el marco…como asegurando la entrada en la oscuridad. Y allí me encontré con algo, que sinceramente me resultó familiar, algo como la sensación que tenía cada vez que venía a mi cabeza algo que no me pertenecía, algo así como la consciencia de la inconsciencia, un pequeño Dejavú. Un pasillo de una habitación de hotel y otra puerta, la numero 23º.
Y fue entonces amigos, fue entonces cuando de forma incompresible, desbordé los límites de mi mente. Desbordé cada uno de mis estados anímicos y desbordé la paciencia de mi propio monstruo. Antes de que nadie pudiera frenarme, salte a aquella estancia, y tras de mi, el espacio se cerro en un pequeño punto que floto en el aire durante un instante, para después desaparecer.
La puerta se abrió de pronto, y una sombre acompañada de su artífice se asomó en la puerta.
– Hola Hadrien. – Su voz me resultaba familiar y su apariencia…
-Hola, Hadrien. – Su apariencia era la evidencia de mi propio paralelismo existencial.
Buscaría a Sophie.
La simple matemática del tiempo es finita en su definición pero no se trata mas que de un sumatorio continuo que hace añejo al espacio y muere y nace al mismo tiempo. Pero la matemática del romance no es un simple sumatorio, ni siquiera un limite que tiende a volver a cero. Es mas bien, un logaritmo de sensaciones que aunque tengamos referenciadas en una tabla, no siempre son calculables, sino mas bien se acercan al resultado, el de uno propio. El resultado de cada sencilla linea que aunque tiende a acercarse siempre sigue perdiéndose y que en un momento, en un determinado instante, pasa muy cerca de donde estuvo. La matemática del romance, no tiene expertos, tiene aventureros, valientes y espías que de forma categórica quedan atrapados en su problema. Su propio problema.